Mi abuela María,
nacida en 1895, en el barrio de Caballito, Ciudad de Buenos Aires,
Argentina, vivió en el mismo lugar donde vino a la vida hasta ya
entrada en años que, por motivo de sus años, fue primero a vivir
con mi madre, su segunda hija, en Villa Bosch y luego hasta su
partida hacia la eternidad de Dios, con su hija menor en Caseros,
ambas en el nor-oeste del gran Buenos Aires.
Su casa, siempre
alquilada, del tipo conventillo moderno, angosta, larga y con todas
las habitaciones sobre la galeria cubierta, se situaba en la calle
San Eduardo 682, entre Colpayo y Avenida Parral, del citado barrio de
Caballito, hoy sería calle Aranguren entre Colpayo y Honorio
Pueyrredón, frente a la iglesia y “reformatorio de chicas
equivocadas de la alta sociedad”, cómo ella me contaba.
Las últimas
habitaciones de la casa, eran de izquierda a derecha, el baño grande
(4 x 4 metros), con ducha de agua fría e inodoro, el baño de
servicio, con inodoro tipo “campo” o “australiano”, (de 2 x 1
metros) y la cocina, (de 3 por 2 metros). Esta siempre fue la cocina
de mi Abuela.
Excepto un cuartito
y una cocina, hechos a la entrada de la casa, con maderas y chapas,
toda la casa era de ladrillos revocados, con techo de ladrillos,
tierra y cobertura de chapa, las habitaciones no tenían ventanas,
excepto la primera pieza de mampostería que tenía un ventana
bastante grande, hacia el frente, y un cuartito hacia el medio-fondo
que tenía una ventana chiquitita, pero si todas tenian puertas
grandes, con ventanolas de vidrio en su parte superior. La altura de
los techos de las tres habitaciones principales, que se usaban como
dormitorios, era de unos seis metros, todas las demás eran de
altura normal.
Yo vivía cerca de
la avenida Gaona, sobre la calle Puyol, pero pasaba muchos días
completos en la casa de mi abuela.
El primer
acontecimiento, que me fascinaba, era la primer cocina que le conocí
(en su cocina),
una económica, que
supongo siempre existió en ella. Pero no era completamente de
hierro, sino que era de ladrillos, cemento y revestida con baldosas
coloradas. En el frente tenía una puerta de hierro por donde se
retiraba las cenizas y metida en la pared trasera, de la cocina,
donde se apoyaba, el caño de tiraje, con su característica chapa
transversal, para modificar la salida de los humos, y sobre su parte
superior dos discos de hierros, uno mas grande que el otro, formados
por varios aros, que sacados de a uno, daban el calor (o fuego)
necesario para cada cocción.
Esta cocina, en
tiempos fríos o en invierno, tenía dos misiones, cocinar y proveer
de calor a la habitación, lo que la hacía la mejor para convivir,
esto hacia que muchos de la familia estemos en ella, aunque un poco
apretados!!!
Y que combustible
usaba. El más característico era el carbon de coke, que mi abuelita
iba varias veces por semana a buscar, y a veces, muchas, yo la
acompañaba, a la playa de maniobras del ferrocarril Sarmiento, que
estaba a muy pocas cuadras de su casa, lugar donde se cargaban con
carbón las maquinas a vapor del ferrocarril. Era el “polvo” que
quedaba luego de cargar las maquinas, carbón que por estar en ese
estado se desechaba. También se usaba recortes de maderas y carbón
vegetal, este último generalmente para hacer tortas y budines, ya
que se ponían, bastantes brasas, sobre las tapas de las ollas, para
tener un efecto horno.
Llore el día que lo
destruyeron, ya no podría sentir su característico olor, su
calorcito de invierno, ver las brasas sobre las ollas, y estar
entretenido realizando mi tarea preferida, que era el sacar la
ceniza, todos los días después del almuerzo.
Y vino el segundo
acontecimiento, no tan esperado por mi, la cocina a kerosen, de tres
hornallas y horno, que según mi tío Cacho, era necesario para que
el trabajo en la cocina, que unicamente realizaba mi abuela, le fuese
mas cómodo y que como ocupaba menos lugar que la anterior,
produciría un mejor espacio a la ya chica cocina, principalmente
porque mi hermano y mis primos, ya andaban por la casa.
Esto trajo otras
formas de trabajar con la misma, ir a comprar el kerosen por lo menos
dos veces por semana, previo hacer una larga cola, el combustible se
vendía en la vía publica, con un máximo de litros por persona y la
complicación de la limpieza cada diez o quince días del carburador,
ese que tenía una aguja, varias arandelas para que no pierda, y era
el que se calentaba con alcohol, para poder prender la cocina. Y
apareció el olor a vapor de kerosen y el “braserito”, para
seguir usando el carbón y dar un poco de calor a la cocina, ese
calor que ahora se perdió por no tener más la económica, y ahorrar
kerosen, que no era fácil de conseguir.
Y al final apareció
la cocina a gas natural. Algo extraordinario, ya que con un simple
fosforito, se prendía la hornalla o el horno…...y que rápido se
calentaba la pava para el agua del te o el mate, o que lindo salia el
budín en ese horno que calentaba parejo…..
Y que acontecimiento
fue colocar la larga cañería para el gas, la cabina del medidor,
las pruebas inyectando aire con un inflador de pelota de fútbol,
pero lo mas importante era prender la hornalla, que fácil y que
fascinante ver la llama azul que rápidamente quemaba……..
Ah…...pero la
cocina dejo de ser la cocina, esa que me llevaba muchas horas de
trabajo, un juego o un pasar de tiempo, ese que por esas épocas
parecía sobrar.
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